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06 junio 2008

¿Qué hace cuando no está haciendo nada?

Si su respuesta es “nada” acaba de aprobar un test de lógica y suspender uno de neurociencia.
Cuando realizamos tareas mentales—sumar, comparar formas, identificar caras—diferentes áreas del cerebro se activan y los escáneres cerebrales muestran estas áreas activas como cuadros de brillantes colores destacados en un entorno gris.
Los investigadores han descubierto recientemente que cuando estas áreas de nuestros cerebros se encienden, otras áreas se oscurecen. Esa red oscura (que comprende regiones en los lóbulos frontales, parietales y temporal medio) se apaga cuando parecemos estar alerta, y se enciende cuando parece que estamos inactivos.

Si se coloca en una máquina para que le hagan un scanner y permanece allí unos minutos tranquilo esperando las instrucciones del técnico, la red oscura estaría tan activa como una colmena, pero en el momento en que llegasen esas instrucciones y se aprestara a seguirlas, las abejas quedarían quietas y la red se sumiría en el silencio. Así pues, cuando aparentemente no estamos haciendo nada, está claro que sí lo hacemos, ¿pero qué?
La respuesta, parece ser que es viajar en el tiempo.

El cuerpo humano se mueve hacia adelante en el tiempo en la proporción de un segundo por segundo tanto si queremos como si no. Pero la mente puede moverse a través del tiempo en cualquier dirección o a la velocidad que elija. Nuestra habilidad de cerrar los ojos y imaginar: el placer experimentado un domingo o recordar los excesos cometidos durante la noche de Fin de Año pasada es fruto de nuestro desarrollo en la evolución, lo cual no tiene paralelo alguno en el reino animal. Somos una raza de viajeros del tiempo, sin trabas cronológicas y capaces de visitar el futuro o revistar el pasado a nuestro antojo. Si nuestra máquina del tiempo neuronal se daña por enfermedad, edad o accidente, podemos vernos atrapados en el presente. La enfermedad de Alzheimer, por ejemplo, ataca específicamente la red oscura, colapsando a sus víctimas en un ahora sin fin, incapaces de recordar su pasado o visionar su futuro.
¿Por qué la evolución ha diseñado nuestro cerebro para que pueda volar a través del tiempo?

Quizá porque una experiencia es una cosa demasiado valiosa para desaprovecharla. Moverse por el mundo expone a los organismos a peligros, por lo que como norma se deberían tener las menos experiencias posibles y aprender cuanto más de ellas, evitando así estados ansiosos. Aunque algunas lecciones de la vida se aprenden en el momento (“No tocar una estufa cuando está encendida”), otras son más aparentes después de haberse producido el hecho (“Ahora veo porqué se enfadó; debería haberle dicho algo de su vestido nuevo”). Viajar a través del tiempo nos permite pagar por una experiencia una vez y luego tenerla una y otra vez sin costo adicional, aprendiendo nuevas lecciones con cada repetición. Cuando estamos ocupados teniendo experiencias—distrayendo al niño, firmando cheques, batallando con el tráfico—la red oscura permanece en silencio, pero tan pronto esas experiencias acaban, la red se despierta y empezamos a movernos a través del paisaje de nuestra historia y ver lo que podemos aprender por nosotros mismos.
Los animales asimilan a través de aprendizaje y errores; por ello, cuanto más astutos sean, menos tentativas necesitarán.
Viajar hacia atrás nos compra enseñanzas por el precio de una, pero viajar hacia adelante nos permite prescindir las experiencias por completo. Como los pilotos practican el vuelo en simuladores, el resto de nosotros practica la vida en simuladores vivenciales y nuestra habilidad para simular el curso de la acción en el futuro y prever sus consecuencias nos posibilita el aprender de errores sin tener que caer en ellos.

No es necesario cocer tarta de hígado para saber que no es demasiado buena idea; con la simple imagen ya es suficiente castigo. Lo mismo sucede con insultar al jefe o extraviar a los niños. Quizá no podamos prestar atención a las advertencias que aparecen en los folletos, pero como mínimo no nos sorprenderemos al despertarnos con una resaca o cuando nuestra cintura cambie de talla. La red oscura nos permite visitar el futuro, pero no cualquiera. Cuando contemplamos el futuro que no nos incluye—¿subirá la bolsa la próxima semana?, ¿quién ganará las elecciones el próximo otoño?—la red oscura está en calma, sólo cuando nosotros nos desplazamos a través del tiempo, se activa.

Quizá el hecho más sorprendente sobre la red oscura no es lo que hace sino cuán a menudo lo hace. Los neurocientíficos se refieren a ella como el modo por defecto del cerebro, lo que equivale a decir que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo lejos del presente que en él. Por lo general, sobreestimamos el tiempo que estamos en el presente debido a que muy raramente advertimos cuándo salimos. Sólo cuando el entorno lo demanda nuestra atención –el ladrido de un perro, el grito de un niño, un teléfono sonando—que nuestra máquina del tiempo mental cambia y nos deposita en el aquí y ahora. Justo captamos el mensaje y luego volvemos a ensoñar en la tierra del “Nunca Jamás”. Es entonces cuando las redes oscuras se inundan de luz.
Gilbert y Buckner son profesores de psicología en Harvard.

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