Los ataques de pánico consisten en la aparición de un miedo intenso que se inicia de forma brusca y alcanza su máxima expresión habitualmente dentro de los 10 minutos. La persona experimenta una sensación de peligro o de muerte inminente y una urgente necesidad de escapar, acompañada de síntomas corporales como palpitaciones, sudoración, sensación de ahogo, mareos, etc. —respuestas fisiológicas normales que forman parte del miedo y de la ansiedad—. Cuando se ha producido más de uno y el individuo queda pendiente de que se repitan, o modifica aspectos de su estilo de vida por haberlos tenido, se habla ya de un “Trastorno de Pánico”.
Aunque recién en 1980 el Manual Diagnóstico y Estadístico de la Asociación de Psiquiatría de los Estados Unidos definió al Trastorno de Pánico como hoy lo conocemos, en ese corto tiempo se produjeron importantes avances en la comprensión de sus causas y, en consecuencia, en el diseño de tratamientos específicos para su curación.
TODO COMENZÓ CON UN ATAQUE. Cuando atraviesan o acaban de atravesar un período de estrés, algunas personas reaccionan con un ataque de pánico. Su cerebro —debido a una predisposición genética— se “equivoca” y reacciona con terror ante un peligro que no existe. Aunque 10-12% de la población ha experimentado por lo menos un ataque de pánico en los últimos 12 meses, sólo uno de cada diez de quienes lo sufrieron desarrollará un Trastorno de Pánico. El miedo ante las sensaciones corporales que son parte de la ansiedad es la causa que transforma a lo primero en lo segundo. Esto le sucede a un individuo con determinadas vulnerabilidades biológicas y psicológicas. Por factores genéticos, alguien nace predispuesto a experimentar emociones desagradables —miedo, tristeza, rabia, vergüenza— en forma más intensa y más frecuente que otros. Pero no llegará a materializar esta predisposición a menos que aprenda a creer, ya desde sus primeros años, que él no está al frente de su propia vida, a creer que —por el contrario— su vida está gobernada por fuerzas poderosas que no controla —la suerte, los otros, el destino—. Esta combinación de factores genéticos y experiencias psicológicas predispone a sufrir cualquiera de los numerosos trastornos de ansiedad. ¿Cómo se produce, entonces, la “especialización” en temerle a las sensaciones corporales que forman parte de la ansiedad? Es que ya de niños sus padres sobreprotectores y ansiosos le enseñaron —de manera explícita o a través del ejemplo— que cuando el corazón late rápidamente o cuando uno se marea, o le falta el aire, es siempre alarmante o que experimentar cierto nivel de ansiedad es intolerable y conducirá a “perder la cabeza”.
También es frecuente que estos pacientes hayan sufrido hechos traumáticos, tales como la muerte súbita de un ser querido. “Mi padre volvió de hacerse un electrocardiograma que le dio normal y cuando entró a casa, cayó muerto al suelo”, contará un paciente en quien una puntada suave y para nada peligrosa que sienta en el pecho termina en ataque de pánico. Cuando alguien con estas vulnerabilidades previas afronta determinados acontecimientos vitales difíciles y su nivel de ansiedad aumenta, saldrán a la luz sus creencias en la incontrolabilidad y peligrosidad de las sensaciones corporales. Modificar estas concepciones erróneas constituye el eje del tratamiento cognitivo-conductual del Trastorno de Pánico.
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