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01 enero 2007

Fobias, esos miedos irracionales

Hay una divisa de los guerreros zulúes que reza: «Si avanzas, mueres; si retrocedes, mueres: entonces, ¿para qué retroceder?». Es un buen antídoto contra los miedos, esas indescriptibles respuestas que tendemos a dar a las situaciones inesperadas, a las cosas desconocidas, a los riesgos y desafíos. O, lo que es lo mismo, a los peligros. Pero no todo el mundo reacciona de igual modo ante lo peligroso. O, mejor dicho, no todo el mundo percibe como peligrosas las mismas realidades. El miedo es una sensación subjetiva que no necesariamente está vinculada a un peligro objetivo, sino que depende de la imagen que cada uno se forme de aquello que constituye la causa de su temor. Ello ocurre especialmente en el caso de las fobias, esos miedos intensos e irracionales de ciertos individuos ante hechos, situaciones, personas u objetos que para otros resultan indiferentes o pasan inadvertidos. Mientras el temor «normal» es una emoción práctica, surgida del instinto de supervivencia, que nos ayuda a detectar las amenazas y a protegernos de ellas, las fobias adoptan la forma de miedo extremo respecto de un objeto desencadenante que en condiciones normales veríamos como inofensivo. Debido a su carácter irracional y desproporcionado, las fobias escapan al dominio del sujeto. Un miedo puede llegar a vencerse por medio de la voluntad, de la reflexión o del esfuerzo personal: es lo que comúnmente llamamos «valentía». Las fobias, en cambio, se presentan como barreras infranqueables ante las que no valen las categorías de valiente y cobarde: el dominado por una fobia siempre retrocederá porque una de las características de esta dolencia es la pérdida de control sobre las propias reacciones.
Y esta misma razón explica la extremada variedad de fobias conocidas, que se clasifican según cuál sea el objeto desencadenante del pánico. Algunas están bastante extendidas -la claustrofobia o pánico a los lugares cerrados, la aviofobia o terror a los vuelos en avión-, mientras que otras afectan a un reducido número de personas pero no por ello ocasionan menores contrariedades a quienes las padecen. Hay quien es incapaz de soportar la presencia o la proximidad de determinados animales -los gatos (galeofobia), las arañas (aracnofobia), los ratones (musofobia)-, quien se amedrenta ante algunos fenómenos naturales -las tormentas (astrapofobia), la luz intensa (fotofobia)- y quien siente un rechazo insuperable a ciertos objetos, alimentos, enfermedades o personas. Si el miedo es libre, mucho más parecen serlo las fobias, a juzgar por la amplitud de sus motivos.
«Es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia». Cuando Guy de Maupassant, autor de relatos cortos tan bien logrados como escalofriantes, describía así la sensación de terror profundo o pánico, reflejaba sin saberlo un estado que conocen muchos fóbicos. La principal diferencia entre éste y el cobarde radica en que el segundo huye del peligro por falta de coraje, mientras que el primero escapa impulsado por un profundo sufrimiento que no es capaz de controlar. Por eso actúan erróneamente quienes subestiman las fobias ajenas y pretenden remediarlas mediante tratamientos de choque. Si una persona sufre agorafobia, sacarla de casa a empujones para demostrarle que el cielo no se le viene encima puede parecer un remedio expeditivo y lógico, pero en la práctica probablemente sólo consiga acentuar su rechazo a los espacios abiertos. No hay soluciones simples para los problemas ocasionados por causas complejas, y las fobias son unos de ellos.
Muy frecuentemente las fobias aparecen de manera súbita, sin un hecho concreto que las desencadene. Desde el punto de vista del psicoanálisis, se trataría de la manifestación de una ansiedad de orden interior que el sujeto traslada a un temor más real, físico y externo. La fobia así considerada se convierte en la expresión de un deseo, un temor o una fantasía inconsciente que el individuo no acepta como propios. Ni que decir tiene que, de admitir estos conflictos como punto de partida, la superación de las fobias sólo es posible a través de técnicas de psicoterapia.
Los enfoques conductuales hablan de 'aprendizajes' de las fobias a resultas de acontecimientos traumáticos del pasado o recientes. Una persona malherida por el ataque de un perro puede desarrollar una incontrolable cinofobia para el resto de sus días, del mismo modo que quien ve arder su casa siendo niño es muy probable que sufra de pirofobia. Pero hay casos en que el aprendizaje proviene de una experiencia indirecta, es decir, por efecto de influencias ajenas: la sugestión provocada por tabúes o creencias culturales irracionales del entorno -como ocurre con diversas zoofobias en países o regiones donde a determinados animales se les considera portadores de mala suerte, por ejemplo-, o la simple observación de lo que sienten y temen los otros. Desde el punto de vista cognitivo, por otra parte, la fobia suele adquirirse por efecto de estilos de pensamiento negativos que predisponen a emociones igualmente negativas. La mayoría de las fobias sociales suelen tener este origen. Si una persona insegura piensa que va a fracasar al impartir una conferencia, adoptará conductas evasivas o de aplazamiento que le abocarán a la glosofobia o miedo a hablar en público. Todo lo que contribuya a racionalizar las situaciones y observarlas en su exacto valor, así como a reconocer el verdadero origen del miedo adquirido, puede suponer un paso en la solución de las fobias. Pero tal vez la técnica más eficaz no consista en combatir directamente el miedo -una batalla con todas las garantías de perder- sino en familiarizarse con él, resignarse a su presencia, habituarse a la incomodidad de sus imposiciones, no verlo como un monstruo dominador sino como un acompañante latoso, y así hasta acabar quitándole importancia. Porque el peor de los temores, el más paralizante y persistente, es el miedo al propio miedo.

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